Más de lo mismo, pero peor. Así se resume la posición de Felipe Calderón frente a los graves problemas sociales que sacuden al país. El choque de trenes entre un movimiento social radicalizado, un movimiento ciudadano agraviado y un gobierno federal torpe y endurecido es inminente.
El dramático problema de Oaxaca no mereció una sola palabra del nuevo Presidente en su discurso de toma de posesión. Pero, eso sí, para que no haya dudas de quiénes son sus aliados, un día después Ulises Ruiz asistió a la comida de los gobernadores con el nuevo inquilino de Los Pinos. Tampoco dijo nada de Chiapas ni de los derechos de los pueblos indígenas. En cambio, colocó en la Secretaría de Gobernación a un connotado torturador y violador de derechos humanos. Nombró como parte de su gabinete de seguridad a los mismos funcionarios que condujeron al país al desastre en temas de derechos humanos durante la administración de Vicente Fox. Y, por si fuera poco, durante su fugaz toma de posesión, la conductora oficial del acto anunció en cadena nacional una política de mano dura.
Una nueva conflictividad social sacude al país. Los síntomas son claros. Ha aparecido una multiplicidad de nuevos actores. Los métodos de lucha de las organizaciones populares se han radicalizado al tiempo que los problemas se multiplican. Los canales institucionales para atender sus demandas han sido frecuentemente desbordados.
Los funcionarios encargados de la gobernabilidad y los servicios de inteligencia durante el sexenio de Fox no entendieron nunca la naturaleza de la nueva problemática social. Lisa y llanamente, no comprendieron el nuevo fenómeno que tuvieron que enfrentar. Y esos funcionarios y otros peores que ellos, si es que cabe tal cosa son los que están hoy al frente del equipo de Calderón.
Durante los últimos meses de su administración, Fox quiso suplir su desconcierto ante la creciente rebeldía social con el uso de la fuerza pública. Con acciones relámpago, en nombre del Estado de derecho, la firmeza y el uso legítimo de la violencia, se reprimió a movimientos paradigmáticos de esta nueva conflictividad como el de los mineros de Lázaro Cárdenas-Las Truchas, Atenco y la sublevación oaxaqueña. Sin embargo, lejos de solucionar los conflictos, la "salida" policial los complicó más. La población enfrentó indignada a la fuerza pública y, lejos de atemorizarse, ha mantenido su lucha. El gobierno mexicano acabó pagando un alto costo ante la comunidad internacional de derechos humanos por las graves violaciones a las garantías individuales que los destacamentos policiales cometieron. La cuenta completa todavía no llega.
Estos desplantes autoritarios respondieron, en parte, al gran temor que estas luchas provocan en los sectores acomodados. Desde que a raíz de la Marcha del Color de la Tierra en marzo de 2001, el ideólogo empresarial Juan Sánchez Navarro recomendó a los suyos encerrarse ante el empuje del pobrerío. En las clases pudientes hay miedo. Para su gusto, hay demasiado desorden y en lugar de aplicar la ley se negocia con los inconformes.
Esta nueva conflictividad social tiene un punto de arranque en 1999 al desarrollarse una intensa lucha social que enfrentó con relativo éxito las políticas gubernamentales de privatización. Como no se había visto en décadas, una parte del movimiento sindical, trabajadores de la cultura, maestros, estudiantes, campesinos y jóvenes ganaron la plaza pública no para pedir salarios, sino para conservar conquistas sociales. Muchas de las características que asumieron los movimientos sociales los años posteriores se perfilaron en ese año.
A partir de 1999 la sociedad civil se hizo pueblo y las demandas ciudadanas se reciclaron en lucha de clases. El protagonismo de las ONG y las organizaciones ciudadanas dio paso a la acción de organismos gremiales y profesionales. El afán de avanzar en las propuestas se transformó en un retorno a la protesta. Surgieron grandes expresiones gremiales de resistencia, movimientos de base "feos" para el mundo de la política formal y una multitud de luchas locales contra la "desposesión". A diferencia de otros tiempos, una parte de esas movilizaciones fueron parcialmente exitosas.
Desde entonces se ha producido una tenaz movilización social. Centenares de protestas de indígenas, campesinos, trabajadores, pobres urbanos, mujeres, defensores de derechos humanos, ecologistas han surgido en todo el país enarbolando diversas demandas. Algunas, incluso, han decidido darse sus propias formas de gobierno. La lucha contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, primero, y contra el fraude electoral de 2006 después, hicieron que sectores medios de la población se sumaran al actual ciclo de protestas. El pobrerío anda alborotado y las elites cada vez más temerosas con ese alboroto.
Estas luchas expresan el hastío hacia una cierta forma de hacer política. Está presente en su seno una tradición antipartidista y una desconfianza en la política institucional. Sin embargo, la radicalización social proviene también del entorno de la política institucional. El fraude electoral de 2006 provocó que una muy importante parte de la población que confiaba en los partidos y las elecciones se sumara a una dinámica de movilización antinstitucional y de resistencia civil pacífica.
Es así como muchas de las expresiones de malestar social reciente han tomado forma de acciones de desobediencia civil. Han emprendido acciones voluntarias y públicas que violan leyes, normas y decretos porque son considerados inmorales, ilegítimos o injustos. Han hecho de la transgresión que persigue un bien para la colectividad, un acto ejemplar de quebrantamiento público de la norma por razones de conciencia.
Esta nueva conflictividad social no cesará. El uso de la represión para contenerla no la detendrá. La amenaza de la mano dura anuncia un inminente choque de trenes.
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