Martes 15 de agosto de 2006
Luis Hernández Navarro
Oaxaca: el regreso de la guerra sucia
En Oaxaca la guerra sucia regresó. La lista de las atrocidades cometidas por el gobierno de Ulises Ruiz en contra del movimiento magisterial y la Asamblea Popular del Pueblo Oaxaqueño (APPO) crece día con día. Junto a la ingobernabilidad del estado ha emergido una grave crisis de derechos humanos.
Asesinato de ciudadanos inconformes a manos de sicarios y policías vestidos de civil, disparos de armas de fuego en contra de periódicos y estaciones de radio independientes, secuestro y tortura de dirigentes sociales por brigadas paramilitares, amenazas de muerte, centros de detención clandestinos, incendio de autobuses por grupos de porros ligados a autoridades priístas locales y detención arbitraria sin órdenes de aprehensión de líderes populares son algunas de las agresiones cometidas en contra del movimiento civil que exige la renuncia del gobernador de la entidad.
La violencia física dirigida a opositores no es una novedad en Oaxaca. Es parte de la cultura política de la clase estatal. Organizaciones campesinas, comunidades indígenas, el sindicato magisterial y ciudadanos en la entidad han sufrido persecución política y abusos policiales desde hace décadas. En los años ochenta Amnistía Internacional elaboró un amplio informe documentando las violaciones a los derechos humanos en las zonas rurales de Chiapas y Oaxaca. Cacicazgos, desapariciones forzadas, asesinatos de disidentes políticos y detenciones arbitrarias han sido instrumentos habituales de gobierno en las diferentes administraciones estatales.
La novedad de la violencia local contra los opositores que actualmente se vive es que se realiza en contra del más importante y vigoroso movimiento social en la entidad en décadas y que se hace "extraoficialmente". Esto significa que la mayoría de los actos represivos son ejecutados por policías estatales vestidos de civil, que no reconocen serlo, y por paramilitares. En ocasiones han contado con el apoyo de presidentes municipales de filiación priísta.
El gobierno estatal no admite, usualmente, responsabilidad alguna en estos hechos, aunque algunos detenidos sean después encarcelados en penales de alta seguridad. En la entidad se vive un nuevo episodio de la guerra sucia que sacudió a nuestro país entre los años sesenta y los ochenta y que provocó la desaparición de mil 200 personas.
Se trata de una guerra sucia porque el poder policiaco y judicial está siendo utilizando de manera informal e irreglamentado contra el movimiento popular. En lugar del uso de la violencia legítima del Estado asistimos al uso de la violencia ilegal e ilegítima por parte del (des)gobierno estatal, con la complicidad del gobierno federal, que ha permitido que se cometan graves violaciones a los derechos humanos. En lugar de la negociación política, las autoridades están haciendo uso creciente de tácticas y procedimientos bélicos para tratar de frenar la desobediencia ciudadana.
El nuevo ciclo represivo en Oaxaca comenzó el pasado 14 de junio cuando gendarmes locales asaltaron el plantón magisterial instalado en el centro de la capital del estado. Desde entonces no ha hecho más que escalar.
Para "justificar" la guerra sucia se ha propalado la versión de que el movimiento popular oaxaqueño ha sido "infiltrado" por organizaciones político-militares de izquierda que han radicalizado la protesta. Pero la movilización en contra del gobernador, explícitamente encuadrada en el marco de la desobediencia civil, ha seguido caminos claramente pacíficos. En ningún momento los integrantes de la APPO han utilizado armas de fuego en sus acciones. Su radicalismo ha surgido del autoritarismo gubernamental. El origen de la violencia está en otro lado.
La sociedad oaxaqueña está altamente organizada en agrupaciones etnopolíticas, comunitarias, agrarias, de productores, civiles, sindicales, de defensa ambiental y de inmigrantes. Ha construido sólidas redes trasnacionales permanentes. Ese denso tejido asociativo, forjado en más de tres décadas de lucha y con una fuerte vocación autónoma, rompió masivamente en los últimos tres meses con el control del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y los mediadores políticos tradicionales. Los métodos tradicionales de dominio gubernamental, basados en una combinación de cooptación, negociación, división, manipulación de demandas y represión, se agotaron. El modelo saltó por los cielos hecho pedazos. La nueva guerra sucia se convirtió así en el último recurso de una clase política arrinconada para recuperar la cadena de mando-obediencia.
Pero la violencia tiene también otras fuentes. Con la llegada de Ulises Ruiz a la gubernatura del estado, el PRI en la entidad se trenzó en una lucha fratricida que lo fracturó seriamente. Los grupos de los ex gobernadores Heladio Ramírez, el hoy panista Diódoro Carrasco y José Murat fueron maltratados y excluidos de la administración pública por el nuevo mandatario, que hizo uso monopólico y autoritario de los instrumentos del gobierno local, suponiendo que le permitirían gobernar sin problemas. No fue así. La clase política local está profundamente enfrentada. Esa división se ha convertido en un estímulo adicional al uso de la violencia contra el movimiento popular por parte de las distintas facciones del poder que aspiran a pescar en río revuelto.
Acorralado por el movimiento de resistencia civil contra el fraude electoral, el gobierno federal ha hecho del conflicto oaxaqueño una pieza de cambio con el PRI. No quita al gobernador depuesto por los ciudadanos, pero tampoco le manda a la Policía Federal Preventiva (PFP). Desde el 3 de julio, sin el menor decoro, Ulises Ruiz se lanzó a los brazos de Felipe Calderón. Cifra en su alianza con el candidato panista su sobrevivencia en el puesto o, ya de perdida, la negociación de su sucesor. Esta actitud del gobierno federal permite a la violencia ilegítima de las autoridades de la entidad abrirse camino sin contrapesos.
En Oaxaca, la guerra sucia que ensangrentó a nuestro país ha regresado. Es urgente detenerla. Para ello no hay más solución que la salida inmediata de Ulises Ruiz.
Asesinato de ciudadanos inconformes a manos de sicarios y policías vestidos de civil, disparos de armas de fuego en contra de periódicos y estaciones de radio independientes, secuestro y tortura de dirigentes sociales por brigadas paramilitares, amenazas de muerte, centros de detención clandestinos, incendio de autobuses por grupos de porros ligados a autoridades priístas locales y detención arbitraria sin órdenes de aprehensión de líderes populares son algunas de las agresiones cometidas en contra del movimiento civil que exige la renuncia del gobernador de la entidad.
La violencia física dirigida a opositores no es una novedad en Oaxaca. Es parte de la cultura política de la clase estatal. Organizaciones campesinas, comunidades indígenas, el sindicato magisterial y ciudadanos en la entidad han sufrido persecución política y abusos policiales desde hace décadas. En los años ochenta Amnistía Internacional elaboró un amplio informe documentando las violaciones a los derechos humanos en las zonas rurales de Chiapas y Oaxaca. Cacicazgos, desapariciones forzadas, asesinatos de disidentes políticos y detenciones arbitrarias han sido instrumentos habituales de gobierno en las diferentes administraciones estatales.
La novedad de la violencia local contra los opositores que actualmente se vive es que se realiza en contra del más importante y vigoroso movimiento social en la entidad en décadas y que se hace "extraoficialmente". Esto significa que la mayoría de los actos represivos son ejecutados por policías estatales vestidos de civil, que no reconocen serlo, y por paramilitares. En ocasiones han contado con el apoyo de presidentes municipales de filiación priísta.
El gobierno estatal no admite, usualmente, responsabilidad alguna en estos hechos, aunque algunos detenidos sean después encarcelados en penales de alta seguridad. En la entidad se vive un nuevo episodio de la guerra sucia que sacudió a nuestro país entre los años sesenta y los ochenta y que provocó la desaparición de mil 200 personas.
Se trata de una guerra sucia porque el poder policiaco y judicial está siendo utilizando de manera informal e irreglamentado contra el movimiento popular. En lugar del uso de la violencia legítima del Estado asistimos al uso de la violencia ilegal e ilegítima por parte del (des)gobierno estatal, con la complicidad del gobierno federal, que ha permitido que se cometan graves violaciones a los derechos humanos. En lugar de la negociación política, las autoridades están haciendo uso creciente de tácticas y procedimientos bélicos para tratar de frenar la desobediencia ciudadana.
El nuevo ciclo represivo en Oaxaca comenzó el pasado 14 de junio cuando gendarmes locales asaltaron el plantón magisterial instalado en el centro de la capital del estado. Desde entonces no ha hecho más que escalar.
Para "justificar" la guerra sucia se ha propalado la versión de que el movimiento popular oaxaqueño ha sido "infiltrado" por organizaciones político-militares de izquierda que han radicalizado la protesta. Pero la movilización en contra del gobernador, explícitamente encuadrada en el marco de la desobediencia civil, ha seguido caminos claramente pacíficos. En ningún momento los integrantes de la APPO han utilizado armas de fuego en sus acciones. Su radicalismo ha surgido del autoritarismo gubernamental. El origen de la violencia está en otro lado.
La sociedad oaxaqueña está altamente organizada en agrupaciones etnopolíticas, comunitarias, agrarias, de productores, civiles, sindicales, de defensa ambiental y de inmigrantes. Ha construido sólidas redes trasnacionales permanentes. Ese denso tejido asociativo, forjado en más de tres décadas de lucha y con una fuerte vocación autónoma, rompió masivamente en los últimos tres meses con el control del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y los mediadores políticos tradicionales. Los métodos tradicionales de dominio gubernamental, basados en una combinación de cooptación, negociación, división, manipulación de demandas y represión, se agotaron. El modelo saltó por los cielos hecho pedazos. La nueva guerra sucia se convirtió así en el último recurso de una clase política arrinconada para recuperar la cadena de mando-obediencia.
Pero la violencia tiene también otras fuentes. Con la llegada de Ulises Ruiz a la gubernatura del estado, el PRI en la entidad se trenzó en una lucha fratricida que lo fracturó seriamente. Los grupos de los ex gobernadores Heladio Ramírez, el hoy panista Diódoro Carrasco y José Murat fueron maltratados y excluidos de la administración pública por el nuevo mandatario, que hizo uso monopólico y autoritario de los instrumentos del gobierno local, suponiendo que le permitirían gobernar sin problemas. No fue así. La clase política local está profundamente enfrentada. Esa división se ha convertido en un estímulo adicional al uso de la violencia contra el movimiento popular por parte de las distintas facciones del poder que aspiran a pescar en río revuelto.
Acorralado por el movimiento de resistencia civil contra el fraude electoral, el gobierno federal ha hecho del conflicto oaxaqueño una pieza de cambio con el PRI. No quita al gobernador depuesto por los ciudadanos, pero tampoco le manda a la Policía Federal Preventiva (PFP). Desde el 3 de julio, sin el menor decoro, Ulises Ruiz se lanzó a los brazos de Felipe Calderón. Cifra en su alianza con el candidato panista su sobrevivencia en el puesto o, ya de perdida, la negociación de su sucesor. Esta actitud del gobierno federal permite a la violencia ilegítima de las autoridades de la entidad abrirse camino sin contrapesos.
En Oaxaca, la guerra sucia que ensangrentó a nuestro país ha regresado. Es urgente detenerla. Para ello no hay más solución que la salida inmediata de Ulises Ruiz.
0 comentarios:
Publicar un comentario